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La introspección como herramienta de bienestar y progreso

Estar en Babia, divagar sin mayor preocupación que apreciar el discurrir del entorno, disfrutar de un momento de desocupación, es un lujo que causa remordimientos y un sutil estigma social.

Pero, ¿y si “estar ocupado” a todas horas fuera mucho más contraproducente que practicar con asiduidad el arte de divagar, meditar a nuestra manera, aprender a estar solos en un mundo interconectado que premia las agendas ocupadas al máximo en adultos y, cada vez más, niños?

Tim Kreider, autor del ensayo We Learn Nothing, sugiere en un artículo de opinión de The New York Times que hemos caído en la trampa de la actividad constante, vista por nuestro entorno como “productiva” y “apta”, aunque el ajetreo sin ton ni son deseque nuestra creatividad y capacidad de concentración.

“Estar ocupados” no equivale a dar sentido a la vida

Correr hacia todos lados e intentar abarcar el universo impide saborear los frutos de la contemplación y el sosiego, dicen filosofías de vida clásicas, estudios científicos y personalidades creativas que han experimentado en carne propia el riesgo de “estar ocupado”, según lo ha definido nuestra sociedad: tener una agenda apretada, compromisos sociales, jornadas maratonianas.

Sentir la necesidad de responder a todos los correos electrónicos, tweets y llamadas posibles al instante no sólo fomenta la interrupción constante e impide concentrarse; también causa desazón y mina la autoconfianza.

Elogio de la ensoñación

Tim Kreider escribe: “la inactividad no es sólo una ociosidad, un capricho o un vicio; es tan indispensable para el cerebro como lo es la vitamina D para el organismo, y privados de ella sufrimos una aflicción mental tan degenerativa como el raquitismo”.

El espacio y la tranquilidad generados por la inactividad “son una condición necesaria para tomar perspectiva y ver la vida en su conjunto, para crear conexiones inesperadas y esperar los rayos desatados de inspiración veraniega; son, paradójicamente, algo necesario para avanzar en el trabajo”.

Estar ocupado es un método de distinción social tan usado entre los nuevos profesionales como el número de seguidores obtenidos en Twitter, la cantidad de millas de vuelo acumuladas con alguna compañía (ver película Up in the Air) o el número y preeminencia de las invitaciones para asistir a eventos sociales.

Estar ocupado es, a ojos de Tim Kreider, una adicción tan interiorizada por todos que no estar ocupado es el principal síntoma de situaciones tabú como la soledad, el fracaso, la falta de popularidad, la “normalidad”.

Estar ocupado vs. estrés bien entendido

Estar ocupado en lo que sea no equivale al estrés bien entendido de abandonar la zona de confort para lograr mejores resultados en alguna tarea o reto.

Porque, en una sociedad que premia lo extraordinario, como explica Alina Tugend en otro artículo para el New York Times, ser ordinario acarrea un estigma que incide sobre nuestra manera de comportarnos, relacionarnos y criar a nuestros hijos.

Es paradójico, pero el mejor modo de conseguir nuestros objetivos, dicen la ciencia y las filosofías de vida clásicas, consiste en ser consciente de uno mismo, de nuestra impermanencia, escucharse a uno mismo, divagar, practicar la contemplación, analizar nuestra vida de manera racional, cambiando a mejor lo que es posible y despreocupándonos por lo inalcanzable.

Son preceptos marcados por el sentido común, que personas de otras generaciones practicaban sin concederles importancia ni saber qué diantres había aconsejado Séneca el estoico, Aristóteles el eudemónico o los padres intelectuales de ambos, Platón y Sócrates.

Sobre el estigma social de no estar ocupado

Tim Kreider, en su artículo de opinión The ‘Busy’ Trap: “casi todo el mundo a quien conozco está ocupado. Personas que sienten la ansiedad y culpabilidad cuando no están o trabajando o haciendo algo que promueva su trabajo”.

Incluso los niños están en la actualidad tan ocupados como sus padres, siempre tutelados por algún adulto cuya intención es estimular su intelecto, psicomotricidad, sentido musical, creatividad, autoconfianza, equilibrio, etc.

Los niños tienen citas, explica Kreider, para cubrir con actividades extraescolares las horas ajenas a la escuela. “Llegan a casa al final del día tan cansados como los mayores. Yo soy miembro de una generación que tenía tres horas de tiempo totalmente desestructurado y sin supervisión cada tarde”.

Niños ocupados y juego supervisado: el fin del juego espontáneo

Quienes trabajamos duro y, a la vez, tenemos hijos pequeños, sabemos de qué habla el colaborador de The New York Times. Da la sensación de que los niños actuales sólo deban jugar, a nuestro juicio, en “ludotecas”, o centros con profesionales especializados en estimular sus aptitudes.

Quizá la natalidad y el cambio en varias dinámicas sociales, entre ellas la incorporación de la mujer al trabajo, hayan influido también en la transformación de los juegos infantiles, pero cuesta detectar en las calles de hoy la genuina autonomía explicada en obras literarias como La guerre des boutons de Louis Pergaud o El zoo d’en Pitus de Sebastià Sorribas.

Quizá sea una apreciación errónea, la pataleta de un padre en la mitad de la treintena, listo para idealizar la falta de tutela y estructura extraescolar de su infancia, en comparación con la actual.

Niños y padres estamos, pues, más ocupados que nunca y, cuando no lo estamos, algo falla. Quizá no nos estemos esforzando lo suficiente, pasemos por un mal momento económico, atravesemos un momento anímico delicado o, simplemente, estemos fallando a la sociedad, a la que se supone debemos contribuir con nuestra actividad y capacidad de compra.

La histeria de la agenda inabarcable

Sólo percepciones. Tim Kreider: “la presente histeria [que nos conmina a estar lo más ocupados que podamos] no es una necesaria o inevitable condición de la vida: es algo que hemos elegido, aunque sólo sea por nuestra aquiescencia a la misma”.

La filosofía clásica se centra en el arte de mirar hacia el interior de uno mismo, la introspección racional y continuada, como el único antídoto consistente contra el vacío existencial generado por vidas dedicadas a perseguir actividades y gratificaciones instantáneas, el “hedonismo inconsciente” que el profesor de filosofía William B. Irvine analiza en su ensayo sobre el estoicismo, Guide to the Good Life.

Lo que el individuo evita ocupando cuantos más instantes mejor, es el consuelo existencial, una peligrosa protección contra el vacío. Una vida ocupada, pensamos de manera inconsciente, no puede ser trivial o carecer de sentido, sobre todo si nuestra agenda echa humo a cualquier hora del día.

Eternos miedos contemporáneos e individualidad: Henry David Thoreau

La sensación de Tim Kreider, que reconoce haberse tomado unas vacaciones en “un lugar desconocido” para huir del estereotipo que critica (al estar “demasiado ocupado”), acerca del pavor contemporáneo a la soledad, la introspección, la contemplación, no es sólo contemporánea.

El ritmo de la mayoría de las agendas quizá se haya acelerado en los últimos años, con el acceso ubicuo a Internet, los medios sociales y fenómenos como la interrupción constante o la sobrecarga informativa.

Ya durante la Ilustración, el vértigo de la nueva “sociedad ocupada”, dominada por el reloj de bolsillo y la velocidad desbocada del ferrocarril, en contraposición al coche tirado por caballos. Henry David Thoreau percibió el mismo desenfreno en su propia generación en la Nueva Inglaterra de mediados del siglo XIX.

Pararse y contemplar la perspectiva

Desde su retiro en Walden, recordaba en el ensayo con el mismo nombre cómo sus vecinos en Concord, Massachusetts, dedicaban hasta el último aliento de su existencia a repagar los préstamos con que habían construido sus casas, más nobles y generosas que una generación antes.

Sus vecinos estaban demasiado ocupados, ajenos a su propio ser, incapaces de conceder aliento a su propia existencia y a reconocer las ventajas de ser conscientes de su propio discurrir.

Thoreau, filósofo trascendentalista conocedor de las filosofías de vida y, a la vez, defensor del uso de la razón del individuo y la libertad de conciencia para lograr una existencia plena, se había retirado junto al lago Walden a practicar la vida sencilla y la introspección, viviendo en una cabaña que él mismo había erigido.

“Fui a los bosques…”

Junto a los cimientos del emplazamiento original de la cabaña ocupada por Thoreau, un letrero labrado en madera rememora una de sus citas, escrita cuando sus conciudadanos estaban demasiado ocupados para pasear en los bosques que desaparecían por necesidad de leña y carbón, demasiado venturosos para divagar.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no descubrir, en el momento de morir, que no había vivido”.

El valor de una cosa, para Thoreau, era “la cantidad de aquello que yo llamo vida, necesaria para adquirirla, ya sea a corto o a largo plazo”.

Como individuo ilustrado, conocedor tanto de la filosofía clásica como de las teorías políticas y científicas de su época (él mismo impulsó la desobediencia civil), Thoreau seguía el precepto estoico de aprovechar cada momento. “Matar el tiempo” era poco menos que un sacrilegio, ya que la indolencia sin sentido conduce a la vegetación mental.

Razón y naturaleza

Por el contrario, creía que el camino para la autorrealización y el bienestar no consistía en ocupar cada momento acumulando lujos y persiguiendo la gratificación instantánea, sino sacando partido del sosiego interior y la observación y disfrute del entorno.

“Cuán vano es sentarse a escribir cuando aún no te has levantado para vivir”, llegó a decir. Para él, el mayor viaje no consistió en explorar el Oeste americano, acudir a los polos o a paisajes tropicales jamás descritos; buscó la tranquilidad de la naturaleza en el vecindario, a apenas unos kilómetros de su localidad. La travesía era, sobre todo, interior.

A buen seguro, algunos de los vecinos más ocupados de Thoreau le tacharan en algún momento de ocioso u holgazán, al preferir pasar una temporada en una cabaña humilde construida por él mismo, antes que coger el tren de primera hora de la mañana hacia Boston o cualquier otro centro de negocios.

Thoreau habría coincidido con Tim Kreider en que dedicar ratos a divagar, a contemplar el entorno o a simplemente no hacer nada, no es un vicio o indulgencia.

Evitar la dependencia de lo externo (deuda económica, opiniones de otros, etc.)

Como habían hecho los seguidores de Sócrates, los eudemonistas seguidores de Aristóteles y los estoicos, Thoreau creía que la mejor manera de vivir consistía en preocuparse por los propios pensamientos y vida interior, y evitar al máximo la dependencia de lo externo.

William B. Irvine analiza con inteligible sencillez el reparo que los filósofos clásicos sentían con dos fenómenos humanos que catalogaban como espejismos sobrevalorados: la fama y la vida lujosa, el objetivo que la sociedad contemporánea, más ocupada que nunca, sigue persiguiendo.

Ya entonces, ambos fenómenos corrompían la tranquilidad humana, como recogen Musonio, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio (consultar Guía de la buena vida: 10 técnicas para practicar estoicismo).

Gratificación aplazada vs. gratificación instantánea

El artículo de Tim Kreider en The New York Times constata que la batalla entre la introspección interior de la búsqueda del comportamiento racional –gratificación aplazada– y el ocupar nuestra existencia para no escuchar nuestra propia voz -gratificación instantánea-, sigue en pie.

Kreider simplemente reconoce una de las dolencias colectivas contemporáneas, que pasa más desapercibida que la obesidad o ha diabetes: cuando estamos demasiado ocupados, nuestras tareas dejan de tener el sentido, la pasión y el carácter que un individuo consciente infiere a sus creaciones.

Por el contrario, y de manera paradójica, lograr la tranquilidad de la contemplación, la divagación, la indolencia momentánea, activa nuestros mecanismos de creación, recarga nuestra capacidad de inventiva y fluidez en la asociación de ideas. No hay que bucear demasiado para encontrar estudios que refrendan este fenómeno (consultar Polimatía: *divagando* se obtienen las mejores soluciones).

El secreto de los grandes polímatas: el arte de divagar

Las grandes ideas aparecen cuando no nos esforzamos por obtenerlas, cuando jugamos con nuestro intelecto sin la presión de la agenda, los correos electrónicos, los tweets, la llamada inoportuna, la conversación fática con los compañeros de trabajo, las actividades sociales individuales y en familia.

En otras palabras: tratando de ser extraordinarios, apretamos tanto nuestra cotidianeidad y ponemos el listón tan alto que convertimos la divagación y la contemplación en fenómenos que hay que evitar, a la altura de las dolencias psiquiátricas.

Divagar cuando se tercie, sin flagelarse a continuación por “haber perdido el tiempo”, es un mecanismo de innovación y bienestar, lo veamos o no así.

Una sociedad que, según Alina Tugend, mide el éxito a partir de lo extraordinario, relega lo ordinario al pelotón de los perdedores; y los “no aptos” para hacer cosas extraordinarias sienten, como quizá nunca antes, la presión social del fracaso, con lo que aumentan algo más las revoluciones de su carrera centrífuga diaria.

“Sostenemos la idea de que todos deberíamos aspirar a ser remarcables con tanta convicción que, cuando David McCullough, un profesor de inglés, explicó recientemente a los graduados del instituto de Wellesley en Massachusetts que ‘Tú no eres especial. No eres excepcional’, el discurso se hizo viral”, explica Alina Tugend en su artículo para The New York Times.

Confundir lo valioso

Los estoicos sostenían que la infelicidad partía casi siempre de la insatisfacción crónica, surgida de una confusión inmadura del ser humano acerca de lo que en realidad es valioso.

Debido a esta confusión, surgida de nuestra herencia ancestral, que hace que sintamos placer inmediato con el premio instantáneo (se trate de azúcar, comidas grasas, satisfacción de la libido), la mayoría pasa el día -en la época de Séneca y ahora- en busca de cosas que, en vez de hacernos felices, producen ansiedad y desdicha.

Para Epicteto, la única manera de evitar perseguir el espejismo de lo extraordinario a través de actividades inacabables consiste en mirar hacia nosotros mismos; cuanto más autónomo es el individuo con respecto de presiones ambientales, más preparado está, según los filósofos clásicos, para afrontar su propia existencia y disfrutar de ella. Y el bienestar propio es tan contagioso como su ausencia.

Hoy

En vez de lograr la fama, podemos empezar sacando el máximo partido del día de hoy, no cumpliendo un calendario apretado que nos dará la felicidad en un futuro remoto, sino siendo conscientes del momento.

Si llega el reconocimiento exterior, sea en forma de fama, riquezas, hazañas extraordinarias, etc., hay que aceptarlo con naturalidad. No era el objetivo, ni debería disturbar la tranquilidad o autonomía del individuo.

La definición de riqueza varía en función de la fuente filosófica, clásica o contemporánea. Para el estoico Musonio, la mejor manera de ser rico en cualquier circunstancia, incluso sin apenas comida y con cuatro harapos, consiste en abandonar a menudo la zona de confort para, así, disfrutar de hasta el placer más frugal.

Del mismo modo que un buen cocinero necesita una col, un huevo, un poco de sal y un pedazo de pan para cocinar algo sublime, el individuo preocupado por lo que Epicteto llamó “arte de vivir” se las apaña para saborear su existencia, sin importar las cicatrices, devaneos, golpes de fortuna y cualquier otra circunstancia.